lunes, 8 de julio de 2019

El punto inmóvil del mundo que gira

La interminable fila para hacer los trámites migratorios en el aeropuerto de Estambul avanza a paso cansino. Nos lo tomamos con calma y nos dedicamos a mirar esa variopinta fauna humana, propia de la conjunción  entre oriente y occidente. Muchas mujeres lucen sus chadores, algunos son negros y otros multicolores. Los hay de telas sintéticas y de seda, todos cumplen con la función de ocultar las formas de los cuerpos femeninos. Pero muchos de esos rostros están maquillados y esos ojos delineados no temen sostener su mirada en los ojos masculinos. Una vez que llegamos hasta el oficial de migraciones, éste hace una observación en el pasaporte de Alba. Me dirige la palabra en turco, dándome las explicaciones del caso. Antes de que pudiera decirle que no le entendí ni una palabra, una mujer de uniforme se lleva a Alba y otro oficial me dice unas frases en un extraño inglés de las que sólo pude comprender la palabra "problem". Nos quedamos con Migue detrás de una línea roja pintada en el piso esperando la resolución del problema. Por mi mente pasaban algunas escenas de "Expreso de Medianoche", cuando vemos que Alba regresa refunfuñando con su pasaporte sellado en la mano. Nos dirigimos hacia la salida y entre una multitud de carteles alcanzo a leer mi nombre: allí estaba el chofer que nos llevará a nuestro hotel.
La camioneta avanza por amplias avenidas hacia nuestro destino: el antiguo barrio de Sultanahmet, donde se encuentran la mayoría de las atracciones turísticas de la ciudad. El conductor tendrá unos cincuenta años y va acompañado por un niño de unos seis años, nos lo presenta como su hijo. Quizá influenciado por los prejuicios raciales de la película "La Pasión Turca", pensé que este buen hombre tendría unos quince hijos con diez mujeres. No sé si a los turcos les han sido dados poderes adivinatorios, pero como si hubiera leído mi mente enseguida nos aclara:
-Es mi primer hijo.
Quise hacer alarde de mis conocimientos de turco, aprendidos en una aplicación de mi teléfono móvil, y le pregunté al niño cuál era su nombre.
-Adin ne?
Me dio una larga respuesta entre risas infantiles que, obviamente, no entendí. Lejos de amilanarme, arremetí presentándome con mi nombre:
-Benim adim.... Mario!
Padre e hijo comenzaron a reír con ganas, intercalando mi nombre en su diálogo. Para evitar malos entendidos, decidí postergar mi práctica de la lengua turca para más adelante.
El Ayasofya hotel es una antigua casa otomana del siglo diecinueve, muy bien conservada y atendida cordialmente. Su ubicación es inmejorable: a pocos pasos de la mezquita azul y del Topkapi. Sus pisos parecen un muestrario de alfombras, el mobiliario principal de los pueblos nómadas. Ya era de noche y hacía mucho frío. Con Aba decidimos salir a reconocer el barrio y comprar algunas liras turcas. El llamado a la oración que provenía de varias mezquitas nos dio una cálida bienvenida a esta fascinante ciudad.
En los días sucesivos conocimos todos los lugares mágicos del viejo barrio: la mezquita azul con sus inmensos espacios y sus seis minaretes, el hipódromo romano y su obelisco egipcio, la basílica de la Divina Sabiduría con sus mosaicos bizantinos, la cisterna basílica y su increíble palacio sumergido. Y atravesando la Sublime Porte, el serrallo del Topkapi, en cuya punta Robert Kaplan ubica el punto inmóvil del mundo que gira, tomando una frase de T. S. Elliot perteneciente a sus Four Quarters.
At the still point of the turning world. Neither flesh nor fleshless;
Neither from nor towards; at the still point, there the dance is,
But neither arrest nor movement. And do not call it fixity,
Where past and future are gathered. Neither movement from nor towards,
Neither ascent nor decline. Except for the point, the still point,
There would be no dance, and there is only the dance.
Más allá del cuerno de oro, recorrimos la "ciudad europea", atravesada por la calle Istiklal y su pintoresco tranvía histórico. A quince minutos de ferry alcanzamos el lado asiático en el barrio de Üsküdar, con su ajetreado mercado y su increíble aglomeración de mezquitas. Y el bus nos llevó hasta el barrio de Eyup Sultán, con sus peregrinos expresando su fe islámica.
Dejé adrede para el final del relato nuestra visita en tranvía al Gran Bazar, ese antiguo ancestro de los modernos shoppings. Ni bien entramos por la puerta próxima a la estación Beyazit, un vendedor me invitó a pasar a su tienda de alfombras y lámparas persas. Cuando le dije que era argentino comenzó a intercalar palabras en español. Me tomó del brazo y me introdujo en su tienda ante la mirada absorta de Alba y Migue, que quedaron en el pasillo.  Si un OVNI aterrizara allí, los vendedores les hablarían a los ET en idioma marciano y no los dejarían ir hasta cubrir el piso de su nave con alfombras. Le dije que quería recorrer un poco el lugar antes de comprar algo, pero el hombre no entendía razones y continuaba mostrándome sus mercaderías. Le dije entonces que mi mujer y mi suegra habían quedado afuera, en el pasillo, a lo cual me contestó con sabiduría otomana:
-No se preocupe por su mujer y su suegra, las mujeres nunca se van.
Cúpula de la Mezquita azul desde adentro

Monumento a Ataturk en la plaza Taksim

Fuente frente a la Mezquita Azul

Calle Istiklal con su tranvía histórico

Banderas turcas en la mezquita Eyup Sultan

Cuerno de Oro desde el café Pierre Loti

Gato callejero en la mezquita Eyup Sultan

Minarete de una mezquita del barrio Sultanahmed

Una mezquita de Estambul

Fuente en la mezquita Eyup Sultan
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