-¡Qué bueno encontrarse con una pareja tan chévere! -exclamó la joven morena mientras pitaba su cigarrillo. El muchacho que estaba con ella era cubano, cuando le dijimos que éramos argentinos nos expresó su amor incondicional hacia Lionel Messi. Coincidimos con ellos en nuestro camino al aeropuerto de Baltra, cuando salíamos de las islas Galápagos. A la joven morena la vimos cuando subíamos al colectivo que nos llevaba desde el canal de Itabaca hasta el aeropuerto. Caminaba sobre un terreno pedregoso manteniendo un equilibrio metaestable sobre sus altísimos tacones. Alba quiso fumar un cigarrillo antes de ingresar a hacer el check-in y allí comenzó nuestra charla. En estas tierras surcadas por la línea equinoccial, la palabra chévere representa el cenit de lo primoroso, el apogeo de lo agradable, el non plus ultra de lo estupendo. A la joven morena le llamó la atención que Alba fumara y yo no. Le expliqué que, cuando estamos en casa, Alba fuma en el patio y así mantenemos una convivencia armoniosa. Esto les resultó muy chévere. El joven cubano comenzó entonces a hablarnos de su tierra. Nos contó que era de Baracoa, la ciudad primada de Cuba, y nos habló con entusiasmo de las bellezas del lugar. Apasionado por su país, nos dijo que teníamos que ir allí para conocer la auténtica Cuba, como así también a Holguín para disfrutar de sus encantos naturales. Luego comenzó a alabar a Messi diciendo que ni Pelé ni Maradona se le pueden comparar, porque es el mejor futbolista de todos los tiempos. Que le resultaba muy injusto que se lo responsabilice por la derrota en la final de la última Copa América, por el sólo hecho de haber errado un penal.
-¿Por qué todos le hechan la culpa a Messi, si él no fue el único en errar un penal? ¿Por qué nadie habla de este otro... el rubiecito... cómo se llama? -decía con irrefrenable verborragia. Nosotros intercambiábamos miradas y sonrisas con la joven morena, a todos nos resultaba muy gracioso el arrebato futbolístico del muchacho cubano. Enseguida recordó el nombre:
-¡Biglia! ¡Biglia también erró un penal! ¿Y por qué nadie habla de Biglia? ¿Por qué le cargan las culpas a Messi?
Luego nos contó que disfruta mucho viendo jugar a Messi en el Barcelona, que allí está rodeado de grandes jugadores que permiten su lucimiento. Y concluyó diciendo que por más que erre un millón de penales, para él siempre será el mejor del mundo.
Una vez que los fumadores consumieron sus cigarrillos, decidimos inmortalizar el encuentro tomándonos una selfie, como corresponde a dos parejas chéveres que se precien de tales. Pero resulta que las parejas chéveres tienen un teléfono cada uno, es decir que nos tomamos cuatro selfies. Nos despedimos con la efusión propia de las tierras cálidas y entramos para hacer nuestros correspondientes check-in. Mientras nos poníamos en las filas, yo rogaba para que Alba no hubiera guardado en el equipaje ningún caracol o coral para llevar de recuerdo, porque eso infringiría las severas normas de la isla y podríamos dar con nuestros huesos en la cárcel. Y eso no sería chévere.
Blog sobre viajes, literatura, fotografía, cocina y otras inquietudes que se despiertan en mis ámbitos.
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miércoles, 10 de agosto de 2016
¡Qué chévere!
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sábado, 6 de agosto de 2016
Sobre hijas y tortugas
Nos habían recomendado que eligiéramos un hotel sencillo en Puerto Ayora, la principal ciudad de las islas Galápagos, porque sólo lo usaríamos para bañarnos y dormir. Ésto resultó ser enteramente cierto, ya que en las excursiones hay que caminar mucho y navegar muchas horas. Uno regresa al hotel exhausto y feliz. En nuestro penúltimo día de estadía decidimos hacer un tour por la parte alta de la isla de Santa Cruz, el territorio de las tortugas gigantes. Hasta allí se llega en taxi, que en las islas son camionetas Toyota blancas. El conserje nocturno del hotel nos dijo que había una pareja interesada en hacer el paseo, que si lo hacíamos juntos íbamos a compartir los gastos. Nos pareció una brillante idea, pagaríamos veinte dólares por pareja.
Mientras usamos nuestros teléfonos en la sala de estar, único lugar del hotel con wi fi, me saluda un hombre en inglés. Es Paul, nuestro compañero de excursión. Debe rondar los cincuenta, tiene una amable sonrisa y algunos kilos de más. Combinamos en encontrarnos en el desayuno a las siete treinta para iniciar nuestro viaje a las ocho.
A la mañana siguiente, mientras degustábamos nuestro desayuno, nos saluda Paul y se sienta en una mesa vecina. Alba me miró y lanzó su primera sentencia:
-Miralo a Paul, tiene una mujer muy joven.
La muchacha en cuestión tiene unos veinte años y habla con Paul a viva voz. Le sugiero a Alba que podría ser su hija, pero no logro convencerla.
Una vez en el taxi-camioneta, Paul nos presenta a su hija Melissa de veintitrés años, la mayor de tres hijas. Entablamos una charla cordial, Melissa nos cuenta que estudió español dos meses antes del viaje y se anima a pronunciar algunas frases en la lengua de Cervantes con bastante soltura. Ellos viven en Los Ángeles, prefieren a los Dodgers más que a los Angels y están preocupados por el ascenso de Donald Trump. El taxista nos informa que primero visitaremos los túneles de lava, luego iremos a un rancho a ver las tortugas en estado libre y finalmente veremos los cráteres gemelos. Oficio de traductor de nuestros acompañantes. Mi vocabulario en inglés es reducido, pero ciertamente más amplio que el de aquel guía africano que cita Ryszard Kapuscinski en su libro "Viajes con Heródoto", que sólo se comunicaba usando las palabras "problem" y "no problem".
Cuando ingresamos caminando a los túneles de lava, Paul y Melissa se retrasan tomando fotos y entonces Alba me confía su parecer:
-Se nota que Melissa no es la hija. Es evidente que no.
Imposible discutir contra la intuición femenina, herramienta de la que no dispongo. Una vez que encontramos la luz al final del túnel, nos subimos a la camioneta y continuamos hacia la zona de las tortugas. Por las ventanillas las vemos a ambos lados del camino, son realmente enormes. Una vez llegados al "Rancho Primicias", el taxista nos indica que podemos caminar por el predio y fotografiar a las tortugas, sin flash y a dos metros de distancia. Las vemos de a cientos, nos sentimos en una especie de Parque Jurásico, sólo falta que aparezca algún velociraptor.
Para finalizar la visita, el taxi nos lleva a los cráteres gemelos, enormes depresiones del terreno originadas por la actividad volcánica del lugar. Ya de regreso, Paul me pregunta si habíamos conocido algún buen restaurante, les recomendamos el Argenmayer, en la avenida Darwin. Allí habíamos disfrutado de una buena carta y de las entretenidas charlas con Ian, el dueño del lugar que llegó de Alemania hace veinticinco años y allí se quedó. Con Alba nos bajamos en el hotel, Paul y Melissa siguieron hasta el restaurante. Ellos tenían su vuelo de regreso por la tarde.
Nos sentamos en un sillón de la sala de estar para comunicarnos con nuestros familiares y tomar unos mates. Al cabo de un tiempo regresan Paul y Melissa a recoger sus equipajes y salir rumbo al aeropuerto. Melissa carga en su espalda una enorme mochila que le da un aspecto de tortuga humana. Nos agradecen la recomendación del restaurante y nos despedimos afectuosamente. Vueltos al sillón, Alba me mira con una sonrisa y me dice:
-Que raro, no está la madre y vino sólo con la hija mayor... Melissa no es la hija.
Mañana a estas horas tomaremos nuestro vuelo a Quito. Yo también cargaré con mi mochila y quizá devenga tortuga humana. Como Melissa.
Mientras usamos nuestros teléfonos en la sala de estar, único lugar del hotel con wi fi, me saluda un hombre en inglés. Es Paul, nuestro compañero de excursión. Debe rondar los cincuenta, tiene una amable sonrisa y algunos kilos de más. Combinamos en encontrarnos en el desayuno a las siete treinta para iniciar nuestro viaje a las ocho.
A la mañana siguiente, mientras degustábamos nuestro desayuno, nos saluda Paul y se sienta en una mesa vecina. Alba me miró y lanzó su primera sentencia:
-Miralo a Paul, tiene una mujer muy joven.
La muchacha en cuestión tiene unos veinte años y habla con Paul a viva voz. Le sugiero a Alba que podría ser su hija, pero no logro convencerla.
Una vez en el taxi-camioneta, Paul nos presenta a su hija Melissa de veintitrés años, la mayor de tres hijas. Entablamos una charla cordial, Melissa nos cuenta que estudió español dos meses antes del viaje y se anima a pronunciar algunas frases en la lengua de Cervantes con bastante soltura. Ellos viven en Los Ángeles, prefieren a los Dodgers más que a los Angels y están preocupados por el ascenso de Donald Trump. El taxista nos informa que primero visitaremos los túneles de lava, luego iremos a un rancho a ver las tortugas en estado libre y finalmente veremos los cráteres gemelos. Oficio de traductor de nuestros acompañantes. Mi vocabulario en inglés es reducido, pero ciertamente más amplio que el de aquel guía africano que cita Ryszard Kapuscinski en su libro "Viajes con Heródoto", que sólo se comunicaba usando las palabras "problem" y "no problem".
Cuando ingresamos caminando a los túneles de lava, Paul y Melissa se retrasan tomando fotos y entonces Alba me confía su parecer:
-Se nota que Melissa no es la hija. Es evidente que no.
Imposible discutir contra la intuición femenina, herramienta de la que no dispongo. Una vez que encontramos la luz al final del túnel, nos subimos a la camioneta y continuamos hacia la zona de las tortugas. Por las ventanillas las vemos a ambos lados del camino, son realmente enormes. Una vez llegados al "Rancho Primicias", el taxista nos indica que podemos caminar por el predio y fotografiar a las tortugas, sin flash y a dos metros de distancia. Las vemos de a cientos, nos sentimos en una especie de Parque Jurásico, sólo falta que aparezca algún velociraptor.
Para finalizar la visita, el taxi nos lleva a los cráteres gemelos, enormes depresiones del terreno originadas por la actividad volcánica del lugar. Ya de regreso, Paul me pregunta si habíamos conocido algún buen restaurante, les recomendamos el Argenmayer, en la avenida Darwin. Allí habíamos disfrutado de una buena carta y de las entretenidas charlas con Ian, el dueño del lugar que llegó de Alemania hace veinticinco años y allí se quedó. Con Alba nos bajamos en el hotel, Paul y Melissa siguieron hasta el restaurante. Ellos tenían su vuelo de regreso por la tarde.
Nos sentamos en un sillón de la sala de estar para comunicarnos con nuestros familiares y tomar unos mates. Al cabo de un tiempo regresan Paul y Melissa a recoger sus equipajes y salir rumbo al aeropuerto. Melissa carga en su espalda una enorme mochila que le da un aspecto de tortuga humana. Nos agradecen la recomendación del restaurante y nos despedimos afectuosamente. Vueltos al sillón, Alba me mira con una sonrisa y me dice:
-Que raro, no está la madre y vino sólo con la hija mayor... Melissa no es la hija.
Mañana a estas horas tomaremos nuestro vuelo a Quito. Yo también cargaré con mi mochila y quizá devenga tortuga humana. Como Melissa.
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