-¿Y por qué hay un vagón para mujeres, tío? -me preguntó como si yo fuera el oráculo de Delfos. No quise decepcionarla y le respondí con soltura:
-Para que no te apoyen, Viki.
En la estación Cinelándia nos bajamos y caminamos frente al parque Monroe, observando sus hermosos árboles y esculturas. Nos llamó la atención un enorme monumento a Mahatma Gandhi, donde está representado caminando con su túnica, sus sandalias y su báculo. Tras una corta caminata llegamos a la escalera de Selarón, con sus coloridas cerámicas que fueron puestas allí por el artista chileno Jorge Selarón entre 1990 y 2013, cuando fue encontrado muerto en la misma escalera a la que le dedicó tantos años de labor. Daba la impresión de que todos los pintores del barrio estaban exponiendo sus obras allí. Un artesano colombiano me mostró una llave antigua, calada con destreza, y me invitó a ver a su compañero en pleno trabajo. Él me contó que trabajaba con llaves por el significado que estas tienen: abren puertas y nos pueden llevar a develar secretos. Le presenté a doña Migue, que se había quedado conmigo mientras el resto de las damas tomaban fotos. Le dije que Migue era de la provincia de Entre Ríos, un hermoso lugar de la Argentina con gente cálida y amable.
-Y dígame señora, ¿aún quedan compadritos por allí? -preguntó el artesano.
-Sí, claro, quedan unos cuantos -le respondió Migue sin dudarlo.
-Es que a mí siempre me intrigaron los relatos de compadritos que hace Jorge Luis Borges en sus cuentos -afirmó el artesano.
-Ah... compadritos como los del cuento "El sur" -le dije recordando una de mis lecturas favoritas de mis años de adolescente.
-"El sur"... ese relato me llegó a lo más profundo del corazón -expresó el artesano llevando su mano al pecho. -Ese cuento donde un hombre se enfrenta a una muerte segura por nada...
-Vamos saliendo -dijo el otro.No parece casualidad que este diálogo haya transcurrido en los límites del barrio de Lapa, la Montmartre carioca, territorio de malandros, el equivalente brasileño del compadrito argentino. Nos despedimos de los artesanos cuando había comenzado a caer una pertinaz llovizna. El clima no resultaba propicio para subir los doscientos quince peldaños que nos separaban del barrio de Santa Teresa, por lo que buscamos refugio en un bar cercano. Cuando la lluvia amainó, nos fuimos caminando por esas calles que albergan a la bohemia de la ciudad, pasando frente a bares tradicionales y bodegones de mala muerte donde se bebe cerveza y se conversa alegremente. Llegamos hasta los característicos "arcos de Lapa", que es un antiguo acueducto por sobre el cual solía circular un tranvía de madera en su camino a Santa Teresa. Les muestro a mis compañeras el lugar a donde las pensaba llevar esa noche: el club de samba "Carioca da Gema", el sitio donde se pueden encontrar los artistas que mañana podrían ser famosos. Pero a ellas el barrio les parece poco acogedor, mucho menos de noche, por lo que decidimos suspender ese programa. Y no las culpo, da la impresión de que bajo los arcos del acueducto se dieron cita todos los fumadores de marihuana de la ciudad. Llegamos a la moderna catedral, que a Alba y a mí siempre nos pareció un diseño muy similar al de la basílica de Nuestra Señora de Guadalupe, en la ciudad de México. Los hermosos vitrales del interior nos invitan a una actitud contemplativa y nuestras piernas aprovechan la ocasión para tomar un descanso. Una vez repuestas las energías físicas y espirituales, emprendemos el regreso, no si antes hacer una escala en un "buffet a kilo". Ya está cayendo la noche y a ninguno de nosotros nos parece conveniente demorarnos más. Yo no quisiera tener un duelo a cuchillo con un malandro carioca, tengo mejores planes para el futuro.
Salieron, y si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor. Sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta, en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado.
Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura.
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